La oscuridad lo inunda todo a estas horas. Las estrellas
desaparecieron hace largo tiempo y el silencio se apodera de mi. Abro la boca
pero no puedo emitir sonido alguno. Me limito a abrazar los barrotes que me
rodean sin saber quién los puso allí. Y con ellos floto, floto en la inmensidad
y en la nada.
A veces cierro los ojos para no ver las rejas, pero el mundo
también desaparece y me pierdo. Solo un nudo de nervios me recuerda
constantemente que en algún momento he estado viva. La ansiedad me paraliza y
apremia mi cautiverio riéndose desbocada en algún punto de mi interior.
Cuando ya solo queda abandonarse al olvido, entre las
rendijas de mis ojos cerrados vislumbro una sombra roja incandescente. Los abro
y la luz me ciega. Los barrotes arden y yo con ellos. Hacía años que no
despertaba la mañana y ahora el miedo no me deja asimilarla.
Mientras me quemo por dentro, mi espíritu da patadas para
salir por cada uno de los poros de mi piel. Y en la más terrible desesperación
los barrotes estallan en miles de escamas doradas conformando un nuevo mar de
estrellas titilantes. Y yo caigo… caigo vertiginosamente y olvido quién solía
ser.
Antes de tocar el suelo mi ritmo cesa y caigo suavemente en
un claro. El calor y el color vuelven. Lo miro todo como si volviera a nacer y
me estiro intentando paliar mi vida en la jaula. El mundo brilla y una especie
de música minimalista vuela por todos los rincones y me hace entrar en trance.
Mi mente ha volado lejos y el cuerpo, solo, responde a los estímulos del
sonido. Durante horas bailo entre los árboles, inconsciente de que las piernas
comienzan a fallarme. Tiemblo de agotamiento y la oscuridad vuelve antes de caer
al suelo violentamente.
Me mente no regresa aún.