miércoles, 18 de marzo de 2009

Ahora que me veo con tus ojos


Ahora me veo con tus ojos y no puedo parar de mirarme. Sólo soy sombra de lo que debería ser, deambulando a trompicones por calles que me asfixian. Ahora comprendo la verguenza ajena, la indiferencia, el escondite perfecto para el hijo bastardo que jamás debió nacer. Saboreo mi imagen y me duele, me duele comprenderte, o quizá me duele confirmar lo que no tengo, lo que no soy. Porque ni tengo nada, ni soy nadie. Mi nombre se lo lleva el viento cada vez que alguien lo pronuncia, partiéndose en mil sonidos, gritando sílabas incomprensibles.

Sí, ahora puedo verme con tus ojos. Veo mi incompetencia, mi incultura, mi estupidez, mi deformidad, mi moustrosidad, mis actos inútiles, mi personalidad incompleta, mi rostro arrogante, mi cuerpo marchito...

Qué fácil es juzgar desde los ojos ajenos, qué fácil dejarse morir en una vida que no es la tuya. Observando detalladamente, los defectos brotan, nacen de la nada, o del todo quien sabe. Primero se ven las cicatrices, un sin fin, horribles, irreparables. Imposibles de mirar se agolpan unas con otras, profundas, entremezcladas e indiferendiables. La más grande en el corazón, recorriéndolo entereamente, ha hecho de él un músculo gangrenado, inservible como su dueña. Los ojos, aterrorizados, se creen culpables de tal herida, pero el corazón, en sus últimos segundos de aliento, sabe que él es el único culpable de su muerte inminente. Si hubiera escuchado a la mente, aún podría latir, pero con el corazón gangrenado la mente murió de soledad.

Ahora me veo con tus ojos, pequeña, insignificante, mediocre.

Ahora me veo con tus ojos, y comprendo que no quieras mirarme.